martes, 19 de abril de 2011

Edipo postcoital

Sin duda fue demasiado para mis diecisiete años y desbordante para sus cuarenta y nueve. Ella era abierta, pero con sólidas convicciones morales, heredadas del nacional-catolicismo y sometidas al imperio de la Razón. La diferencia está bien para el otro. Este era el mensaje más o menos difuso en esa casa con acequia.
Como casi siempre, quise ser adulto y me equivoqué. Y al lado un adulto que tampoco quiso o supo y que se equivocó todavía más. La conversación fue un disparate: negación de lo obvio, acusaciones de todo tipo y en ningún momento ninguna apelación al cariño, a la ternura, al bálsamo familiar, al pobre niño que crece y tiene muchísimo miedo.
Los intentos posteriores acabaron igual: yo, un caballo desbocado como solo en familia; ella una adolescente que no sabe que es madre y no para de chillar yo y yo. La última marcó el inicio de la separación definitiva, la apertura al mundo adulto, a ser un individuo solo que heredó vínculos.

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