domingo, 8 de octubre de 2017

De talleres LGTBQI y grupos de trabajo

Si tuviera valor para  ir al psicoanalista, le contaría ese suceso de la infancia que permanece vívido y todavía duele. Era una tarde casi noche de verano, una piscina comunal y una celebración de partido de fútbol y tribu humana. Los miraba extrañado como casi siempre, ajeno y con ganas de compartir. La melancolía estaba como compañera de mortaja. Era feliz porque había risas, familias y cuerpos duros de hombres.
Y entonces llegó el momento, ese en que todo cambia en mis tripas y me invade el dolor. Reclamaba en silencio que alguien me tocara, que alguien me besara. Los ojos no valen como método de comunicación. Y se acercó ella, a la que quizá amaba y a la que había ayudado a poner un sujetador sintiendo que su erotismo no era el mío. Y me dio un trozo de tarta, un trozo que sentí como el resto caritativo que se les da a los subalternos. Supongo que no era verdad. Estallé en lloros y tiré el trozo de tarta al suelo. Salí del bar y me encontré con un césped y unas piscinas solas, vacías como yo.
No recuerdo cuándo ni cómo volví. Sé que luego me hablaron y seguro que me sonrieron y quizá comiera algo de la tarta. Me sentí como muchas veces me siento, inmensamente solo y sin capacidad para que nadie me quiera. Sentí  todos los torrentes desbocados del amor y la incapacidad más devastadora para compartir algo en este mundo.
Imagino su perplejidad, la claves de colocarme en el mundo de los raros, los sensibles, de esos que hay que aguantar porque comparten apariencia humana y hemos decidido sacralizar la vida. No eran tiempos de psicólogos ni de comprensión. Era el tiempo brutal de las categorías cerradas, de las sacristías y los electroshocks. Y supongo que opté por sobrevivir, por callar y sonreír, por no jugar porque ni sabía ni me gustaba, por desear una hermana que me abrazara y me dijera que no pasaba nada, que entre sus brazos en ningún momento de mi vida iba a pasar nada.
No he aprendido a estar con el otro, sí a respetarlo y quererlo en la distancia. Por eso quizá el ansia irrefrenable de polla, de que te deseen siempre porque nunca te voy a dañar. Y al final daño. Daña el infante inocente que no sabe hablar, solo sentir. Y llega, siempre llega,  el momento en el que todo se vierte por el precipicio,  ese que, como Sísifo, ya no tiene remedio.

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