domingo, 28 de junio de 2009

El Quijote como experiencia personal

La primera vez que leí El Quijote de adolescente, el profesor intentaba explicarnos por qué era una obra clásica y qué quería decir esto. Y nos exponía, las buenas lecciones se aprenden siempre tarde, que permanecen alterables e inalterables en el tiempo y en el espacio. La experiencia de un lector de 16 años y de uno de 40 es diferente como lo es su bagaje vital y a cada uno le ofrece sensaciones y sentimientos distintos. El español del siglo XVII y el del XXI no son iguales pero siguen percibiendo y disfrutando de ese conjunto de vivencias del libro. Si siguen vivos Cervantes, Safo, Kavafis, Catulo, Homero, lo es en igual medida por su calidad literaria y porque consiguen llegar al interior de nuestra esencia, porque hablan de lo humano, y da igual el lugar o la época.
En esa primera lectura, intentaba alcanzar la verdad de lo que quería decir Cervantes, de cómo interpretar, sin maltratar su espíritu, su obra. Buscaba las grandes palabras: con Don Quijote se iniciaba y llegaba a la cima la novela moderna, exploración de nuevas técnicas literarias, monólogo interior, referencias al psicoanálisis, literatura dentro de literatura, la figura del narrador... Pero todo aquello era adorno científico cuya exactitud y dimensión adquirí después (el conocimiento desnudo, no sé si mejor, se gana con el tiempo, cuando se va perdiendo la pasión).
Después de varios años más y de alguna lectura posterior, cuando te sitúas en el lado del que tiene que explicar la grandeza de las obras literarias, entiendes el significado de la palabra clásico y, más aún, que realmente la literatura, si merece llamarse tal, solo puede ser experimentada y vivida, rara vez explicada. Dicen los italianos traduttori traditori (traductor, traidor). Eso es lo que se siente muchas veces cuando se explica literatura: un defraudador de impuestos que quita al general una parte que es de todos. Es difícil hacer sentir a nadie por vía vicaria. Es difícil hacer ver aquello que uno aprende en los libros porque también forma parte de la vida propia y eso es casi exhibicionismo, aunque quizá la literatura, como todo arte, sea el ejercicio más bello de narcisismo impúdico camuflado bajo las alas de la estética.
Como lector primerizo me admiraba la constancia de don Quijote en su ideal a pesar de los contratiempos. También el proceso de asunción de la realidad de don Quijote gracias a Sancho y de idealización de este último: las mezclas ayudan a vivir mejor, la contaminación es buena, siempre que sea de afectos.
Ahora, unos años después, la visión cambia: no importan el héroe, los grandes ideales, sino la libertad que destila, el ansia de independencia personal frente a una sociedad que no es la suya, con sus excesos y errores, la sublimación de la locura en su propia identidad. Ese es quizá el vencedor de sí mismo de la obra de Cervantes. Las grandes palabras no son amor incondicional, espíritu caballeresco, lucha contra el poderoso sino las pequeñas del hombre hastiado y aburrido en su pequeño pueblo asfixiante que decide o no, eso da igual, ponerse una armadura (persona en latín significa máscara) y vivir por unos días como realmente quiere, con una realidad que le es ajena pero que hace propia, con la valentía del que quiere ser diferente y no tiene miedo a ello aunque sea detrás de un yelmo.
Todos nos ponemos una máscara y representamos nuestro papel con mayor o menor fortuna. Nos quedamos atados a lo que se espera de nosotros e intentamos que la soga sea más o menos confortable. La vestimos de ambición, sensatez, confortabilidad e incluso apego a los demás.
Cerramos los ojos demasiadas veces a nuestras querencias, deseos en aras de lo pretendidamente razonable, sensato, conveniente cuando lo que se queda atrás es precisamente una parte de nosotros mismos.
No es necesario atacar molinos de viento o luchar contra odres de vino, pero sí tomar las riendas de nuestra locura para que sea algo más que el cuarto de atrás de nuestras vidas.

sábado, 27 de junio de 2009

Kuro y las siestas

A Kuro, mi mejor acompañante de soledad

Me gustan las siestas con Kuro. Me gusta su afición a demandar el contacto con la piel, a que su pata, su cabeza o su cuerpo tengan que posarse necesariamente en mi pierna, brazo o costado. Me gusta descubrir que él también abre un ojo para mirar si sigo ahí, o que el sueño le acompaña cuando está conmigo. Me gusta despertarnos e ir a buscar a la vez nuestra comida.
Pero sobre todo me gustan las largas siestas en la cama. Me gusta compartir la sensación de pérdida del tiempo, de vaciedad necesaria y de espacio único y exclusivo para nosotros. Kuro se deja acariciar sin sobresaltos y me obsequia con su lengua tierna y cuidadosa. Me incluye en sus rituales de limpieza y me da pequeñas coces de compañero.
No se aparta nunca y siente como yo que no hay peligro, que no hay necesidades, ni urgencias, que todo nuestro universo se reduce a ronroneos y sonrisas. Sé que lo humanizo en la medida en que él me feliniza. Pero esa es la magia de nuestras siestas: no me importan sus pelos extendidos por doquier como a él no le importan mis perfumes innecesarios. Solo necesitamos sentir nuestra carne junta, pegada como un nuevo animal que descansa y no llora.

martes, 23 de junio de 2009

Campanades a mort (p)

I si canto trist és perquè no puc esborrar la por dels meus pobres ulls. "Y si canto triste es porque no puedo borrar el miedo de mis pobres ojos". Lluís Llach

Escuchaba a Llach en La revolta permanent que la transición se pudo hacer porque la gente ya la había hecho. Entonces he recordado mi infancia en el barrio, el ambiente de pobreza intelectual, la falta radical de cultura, la dura sociedad machista y homófoba. Y he llorado. Caían las lágrimas con unos versos que hablaban de losas que te asfixiaban, de verdades retorcidas y oscurecidas. He llorado por pensar que debí nacer en otro sitio, en otro tiempo, en otro lugar, en otra familia.
Toda discusión política o críticas a Franco acababan en los años de paz y en la pregunta de si habían sido felices. Todos decían que sí. Se habían hecho cómplices del fascismo aunque lo negaran o aunque quizá no lo supieran. Habían sido felices y habían asumido y trasmitido toda aquella mierda. Y esa era la mayoría. Gentes informes, extendiendo como el veneno su ideología repugnante. No se odiaron después cuando pudieron exorcizarse y pedir perdón al niño que les miraba con ojos grandes y femeninos, que les quería y le dolía hasta el vómito no ser lo que ellos querían.
Eso fue para la mayoría la transición, un pecado de felicidad. Lloro porque he olvidado lo que fui y sentí, ya no duele, pero sé que he sufrido, que durante un tiempo he sido un verdugo-víctima-feliz-buena-persona. Aquella gente me debe su odio a sí misma, la sensación del vencido y humillado.

sábado, 20 de junio de 2009

Hedoné malcarado

Empiezo a dibujar el paso del tiempo como algo propio. Empiezo a percibir los signos del deterioro. Los demás van colocando su mirada y haciéndome ajeno de aquello que todavía siento. El pasado se me borra y conservo la ingenuidad de las primeras miradas, aunque los placeres se vayan desgastando. Sigo observando el mundo como una película deseable aunque los censores quieran hacerme entrar por otra puerta.
Me interesan muy pocas personas, puedo sobrevivir sin ellas, pero ansío todavía ser placer en ellas. Exhibo mi misantropía camuflada. Mi pasado histriónico sabe cómo mostrar una sonrisa encantadora, una dulce preocupación, un estadio de bondad a veces vacío. No soy hipócrita, solo un ser que aprendió a recibir el menor daño posible de una sociedad que siempre odia al diferente.
Sé travestirme en cada ocasión, por eso ansío la soledad que no tiene renuncias. Aprendí el baile de la fatuidad, de los valores superfluos, de la perversión sangrante. Ahora busco el rincón sagrado, maldito, inviolable al que solo accedan unos pocos elegidos.
Mi cuerpo llora ignorante de su fracaso. Veo alejarse los cuerpos gloriosos que antes me desearon. Ya no soy ellos aunque me busquen a escondidas. Reniego de la pérdida aunque me acompañe inevitable. E inevitable la exigencia, la elección.
Camino con pies de niño sabiendo que nunca llegaré a hombre. Deseo no pagar las deudas que otros fabricaron para mí.

martes, 9 de junio de 2009

Labios del Servet

Un donuts, una sala de espera de hospital, un cigarro y el deseo de abrazar a un ex-amor. Las lágrimas intentan hacerse dueñas de la situación y no tengo nadie a quien besar, nadie a quien decir tengo miedo y quiero amarte. El cuerpo resiste a la soledad y el alma se acompaña de recuerdos. La máquina de las emociones se atempera y busca su sitio entre idas y venidas a cualquier parte. No pienso ni siento que sea la última vez que vea al hermano pero me pierdo en la intranquilidad.
Alargo la espera con un café anónimo, solo y con un bolígrafo en la mano. Solo quiero pensar en él y en mí, en las manos salvadoras de un médico y en los labios carnosos que podrían calmarme. Mañana todo volverá a su sitio: él a su recuperación y a su lucha ingrata; yo a desear mi salvación por el amor y a esbozar una sonrisa de ingenuidad.
Reviviré con tranquilidad las paredes que hablan de vida mientras esperan la muerte.