domingo, 23 de enero de 2011

La boda de Ítalo (p)

Ítalo se casó. El cliente estaba invitado a la boda. No fue: demasiadas farsas, demasiados coqueteos con el absurdo, con la virtualidad, con el no ser. La cita fue tranquila. Le contó la alegría por los preparativos y esa parte de su secreto que el cliente intuía. Su rostro reflejaba su estado de ánimo, pletórico, y los dos reían por esos aires de boda hetero que le exigía su novio.
Al cliente se le esponjó el corazón, vio por primera vez esa distancia que los separaba y que los unía. Lloró de alegría en su interior cuando esos labios relataban los papeles por fin ansiados, el viaje a su país con su nueva casa, casi acabada y habitada por su abuela. Su cara era más joven.
Brindaron por sus papeles, por sus sueños, y el cliente sintió su edad, su necesidad de cuidar. Deseó solo tener ese cuerpo y poder sentirse digno de él. Tuvieron sexo, intenso, explícito, de bocas que solo desean el miembro del otro, de bocas que hacen jadear como orgamos. Los dos se corrieron como lo hacen los enamorados. Los dos fueron felices por un instante. Y los dos se arreglaron deprisa, inquietos, felices como lo hacen los infieles.
El cliente añadió más dinero al regalo de boda. Se abrazaron como familiares incestuosos. No se besaron en la boca, casi nunca lo habían hecho. El cliente vio el brillo de sus ojos, la lágrimas reprimidas. Le deseó verdadera felicidad, próspera individualidad. Dijo sí a un banquete a dos, en su casa.
Todo fue otra vez armoniosa locura, delirios de realidad.

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