lunes, 25 de diciembre de 2023

Perditum ducas I. Entre goteras

 Nací en un colegio entre goteras. Era nacional, público en el fascismo, colegio de barrio para no pagar. El mayor se llevó todas las atenciones monetarias educativas y la madre decidió que lo público era lo mejor. Esa decisión, alejada de toda ideología que no fuera claudicar, me salvó la vida. Me alejó para siempre de los mandatos de clase, esa clase media aspiracional que guarda los yermos del señor con la esperanza de una gorra en la vida eterna. 

Mis compañeros eran hijos de obreros. Alguno llevaba el camión del danone, otros aspiraban a ser taxista alquilado como su padre. No recuerdo por qué estaba sentado en la última fila. Las goteras y los estudios, seguir la senda, siempre se me dieron bien. Llegaron dos gitanos, no recuerdo sus nombres. Los sentaron junto a mí. Uno era alto y narigudo, el otro pequeño y guapo. Uno hablaba mucho y siempre tenía mocos que me fascinaban. El otro hablaba poco por desconfiado, o porque no tenía nada que decir. 

De los gitanos se decía lo de siempre, que eran vagos, que no se integraban y que eran maestros en ayudas y engaños. El burro siempre estaba presente y todos querían olvidar el suyo del pueblo y su huida del hambre. Gracias a ellos aprendí de Tarantos y Montoyas y vi la película con Carmen Amaya, esa señora de daba vueltas retorcidas y que me fascinaba por lo deprisa que se movía. Al día siguiente hablamos de ella y el sabio alto me explicó de qué familia era partidario y por qué. A los pocos días me cambiaron a primera fila. Algunos me preguntaron si había tenido miedo. Imagino que defendí su causa sin éxito y que me hice por un momento Taranto o Montoya. A los pocos meses se marcharon. Casi no hablábamos. 

Con el otoño empezaban las goteras. Alguna clase se cerraba y la directora, alta, enjoyada y amable nos informaba de algo. Aparecía en clase y todos nos levantábamos. Ella hacía siempre un gesto condescendiente con su mano cargada de anillos y nos sentábamos. Me fascinaban su arreglo y sus arrugas y aquel pelo alto y cardado de bucle gordo. Algunos decían que había sido amante de don Jesús, que vivía en las Delicias y nos dirigía todos los años en con flores a María. 

Fue más tarde cuando quise ser profesor por amor. Entonces solo sacaba buenas notas, incluso en educación física, que no hacíamos. Recuerdo con agobio cuando me preguntaron qué quería ser de mayor. Quería tener siempre respuestas y me decidí por arquitecto. A la familia le sentó bien. El mayor, psicópata adulador, me designaba  Gaudí y yo decía complaciente que diseñaría las casas que mi padre construiría. Prestigio, postín y poder, otra saga familiar surgida de la nada. 

Me hacían sentir que era diferente, que me querían solo por ser de la familia. Su ocupación y la preocupación no iban dirigidas a mí. La apuesta no deseada por la soledad empezó ahí, en el cálido hogar donde a cada uno le daban lo que necesitaba. Me hicieron entender que yo no necesitaba nada.

Después de los gitanos llegó Co, mi primer amor sexual. Era alto, fibrado, con una sonrisa franca y seductora, desvergonzado y nada preocupado por los estudios. Nunca se rio de mí, incluso intentó enseñarme a ligar. Me trataba como lo hacen los heteros cuando saben que no hay peligro, calmado, amable, casi tierno siempre que todo fuera a dos. Nos reíamos. Decían que follaba en los campos. Allí nunca me llevó. A los pocos meses se marchó. Siempre quise ser Co.

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