domingo, 31 de diciembre de 2023

Perditum ducas IIII. El patio de luces

 El patio de luces necesitaba ser siempre explicado. No era un patio interior ni una terraza comunal, era el vacío con luz. Allí caían las pinzas, las ropas arrastradas por el viento y pocas veces una maceta. Establecía la separación entre la aspiración a centro de los de enfrente y los que sabíamos que éramos barrio. Las casas eran idénticas, el precio superior. Yo vivía en una calle, ellos en una avenida. Ellos soportaban tráfico intenso y ruido, yo la acequia y el silencio. En ese lado había una pastelería cara de domingo, en este una iglesia interior. Cuando les preguntaban dónde vivían, nunca mencionaban el barrio. Les construyeron moles de pisos caros antes de la invasión de los centros históricos de la ciudades. Desde entonces no hubo marcha atrás. Se constituyeron en sector o en parque público privatizado donde todavía miran mal al que huele a barrio. Mis enfrentes quedaron rodeados de casas que duplicaban o triplicaban su valor, pero nunca se unieron al barrio, quedaron como especie única que mira entre visillos. En ese lado del patio de luces suelen tener verjas. En este lado no ponemos alarmas ni pensamos que nadie entrará en nuestra cama sin pedirlo educadamente tras desnudarse. En este lado del patio de luces abrimos las ventanas con determinación, no tenemos terrazas con grandes toldos y setos de plásticos. Una vez les compré sombrillas a mis pequeños árboles para cuidarles de los líquidos de los aires acondicionados. Me enorgullecí de mi extravagancia japonesa. Los árboles preferían un poco de corrosión a la falta de luz en el patio de luces.

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