jueves, 28 de diciembre de 2023

Perditum ducas II. Aprendiendo el heteropatriarcado

 Estaba sentado en la misma cocina en la que ahora fumo y escribo. Tendría tres o cuatro años, así lo dicta la reconstrucción de la memoria. Mi padre se iba a trabajar fuera, a construir apartamentos para nuevos ricos en el Pirineo catalán. Me preguntó qué quería que me trajera a su vuelta y contesté muy sonriente una muñeca. Todavía recuerdo el silencio. No hubo reproches. Solo se dio medio vuelta y me dejó con la ilusión. Nunca hubo muñecas, ni fuertes de indios desnudos ni una conversación. Supe después, siempre después, entre reproches y a escondidas, que yo era un niño muy sensible, al que le gustaba hablar, nada jugar y que tenía mucho reprix. 

Las cosas de hombres me daban pereza y muchas veces miedo. Me angustiaba la sagrada mili, la demostración más cruel de hombría, con sus novatadas y su orgullo patrio. Pasé años con sueños de barracones plagados de machos sin erotismo, dispuestos a hacérmelo pasar mal por ser muy sensible. 

Encontraba paz con mis vecinos, una madre muy inteligente, un padre que rezumaba sonrisas y un hijo mayor al que le gustaba hablar conmigo. Mostraba siempre curiosidad ante mis palabras. Luego supe o me confesó que le había salvado aquellos años, que recordaba como una excepción aquella relación. Se casó después con una mujer que le exigía lo que no era. La última vez parecía derrotado, o quizá creí que su renuncia a la libertad era una derrota. Ahora ya no lo sé. 

Nunca entendí la afición masculina por la peleas, máxime cuando no había torsos depilados y musculados que acabaran en sexo. La cultura, no del ganar, sino de acabar con el otro, me sumía en tal tensión, que prefería siempre la retirada. Dos veces me retaron, una un loco que decía que me había visto fumar. No acudí y estuve mucho tiempo temeroso por encontrármelo y por la cobardía. Otra, para pertenecer al club de machos preadolescentes. Fui expulsado por delito de cobardía. Lo pagué durante años consciente de mi incapacidad para ceder y ajustarme a esa sociedad salvaje. Mi solución era la ficción de la soledad deseada. 

Nunca tuve un amigo imaginario, solo una hermana deseada, a quien poder contarle mis deseos de hombres desnudos, con quien poder hablar hasta enfermar y reír, reír por cosas que no implicaran dureza, competición, renuncias. 

La casa familiar se me antoja ya mía, después de destruir, reconstruir y perderme en mil intentos. Atisbo la gran renuncia, aunque el niño corajudo se resiste con razón a tal despropósito. Los superhéroes me consuelan, porque comparto con ellos su soledad esquivada y su desmesura. Hace poco me obligaron a destruir el jardín de infancia que siempre soñé. En el fondo fue una liberación. Solía memorizar de pequeño los momentos muy felices, como testigos de que eso era posible. Perdí la cuenta hace tiempo. Solo recuerdo que decidí que mi infancia había sido feliz hasta los cuatro años por el deseo de una muñeca.

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