jueves, 5 de febrero de 2009

Aquiles-Adriano-Alejandro (mp)

Nunca me interesaron las hazañas y menos las bélicas. No las entiendo, ni la belleza que hay en la muerte ajena. Nunca lograba entender por qué yo debía morir por mi patria, por un imperio; menos todavía por qué lo tenían que hacer otros. Sentía la grandeza de un país labrado a golpe de gestas, pero todo se desvanecía cuando yo era el que empuñaba el arma y cuando era el otro el que moría. Sin embargo, me subyugaron Aquiles, Alejandro y Adriano.
Todo fue por amor, por sus grandes amores. La filología explica la Ilíada como el gran cantar de la destrucción de Troya o como la glorificación del heóre, una aquileida. Para mí fue el descubrimiento del amor más allá de la muerte en una época donde solo se podía destruir. La literatura es solo y únicamente de uno. No cabe la arqueología infame teñida de verdad.
Siempre fui Patroclo, Antínoo, Hefestión. Siempre en busca de un héroe por el que mereciera la pena vivir y morir. Fui Patroclo cuando cogió las armas de Aquiles y caminó hacia la muerte por creerse tan héroe como su amor. Cómo no hacerlo, cómo no sentirse la propia figura amada por un instante y saber qué es querer siendo el otro, aquel del que no te sientes digno. Y morir, morir siendo él porque solo lo amas. La filología, la religión hablarán de hybris, pero yo solo vi amor. Fui también Patroclo cuando Aquiles renunció a su inmortalidad (a la mía) por amor, cuando mató al odioso Héctor y así se condenó, cuando gritó como una leona al enterarse de la muerte de su amor. No lloré pero fui ellos en su tienda. Imaginaba los cuerpos duros y sudorosos abrazados y gozando del sexo. Hubiera ido a la guerra, pero solo con Aquiles.
Fui Antínoo cuando Adriano escribía "Amor, el más sabio de los dioses" y se desesperaba porque su amado no se había dado cuenta de que el mayor de los males era el de perderlo. Sentirse querido hasta la locura, perder la razón y deificarlo, fundar ciudades en su honor, esculpirle infinitas esculturas. Ser lo único. Me hubiera suicidado, pero solo por Adriano.
Siempre guardé rencor a Alejandro. Murió antes que su amado, lo abandonó. Me cuesta hablar de él. La escritura se vuelve difícil. No le dejó imperios, solo fue su amor, su corriente vital que fluye en segundo plano. Fui Hefestión cuando él era adolescente, cuando ante sus ojos se abría casi un dios que lo quería. Fui también Hefestión cuando Alejandro bailó desnudo ante la tumba de Aquiles. Hice el amor cuando ellos lo hicieron. Pero fui Hefestión cuando apareció Bagodas y entonces descubrí el dolor verdadero. La infancia se destruyó, la literaria, la vital.
Siempre perseguí al héroe. Ahora, cuando la juventud ya se ha escapado, persigo lo mismo. Da igual, me rindo ante el veinteañero al que doblo la edad como Patroclo se rendía ante Aquiles. No puedo dejar de sentir el desvalimiento del adolescente. Siempre el amor, el uno.
Y ahora solo Kuro me reclama. Solo para él soy su dios al que acude gritando después de una pelea callejera. Solo él quiere conquistar territorios conmigo en el portal de casa. Solo él se apodera de mi brazo como un fetiche mágico.
Animula, vagula, blandula... y yo con ellos.

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