lunes, 23 de febrero de 2009

Nación y mentira

Una señora, tras sufrir un atentado en su bar vasco, señalaba indignada que ella era euskaldún, hablante vasca, como si el terrorista se hubiera equivocado, como si el hecho de ser vascohablante añadiera más tragedia a la bomba inmoral. El nacionalismo siempre suele ser miope, infantil, seguidor de la naturaleza en su visión más desgarradora y triturador del individuo. La sagrada nación se impone a sus miembros equivocados igual que el feligrés solo está para rezar.
Mis padres planificaron tres posibles patrias para mi nacimiento: Vascongadas (las de entonces), Venezuela y Aragón. Ninguna era su Burgos natal. Nunca he sentido esa constante histórica con la que todos debemos de nacer cual cordón umbilical. Podría haber hablado vasco, vivido en Maracaibo, pero me tocó solidarizarme con la jota y los sitios.
Nacemos, vivimos y morimos y hay poco más. Siempre tiemblo ante aquellos que tienen certezas que obligan a vivir o morir según su criterio y que te hacen sentir un paria cuando tú no las tienes. Sobre todo, las certezas del altísimo, sea un dios o una nación. No puedes discutir con Dios porque nunca contesta ni con la patria porque no se la conoce. Surgen siempre los intérpretes, los vates y gurús que hablan en nombre de otro, insondable e inexcrutable. Solo soy su excusa de poder, de poder sobre mí y los demás.
La gran aventura de la humanidad es el camino de un individuo que nace cuando otros lo quieren y muere no se sabe cómo. Que ese tránsito no esté plagado de decisiones propias y de placeres sin límite es el error más descomunal del animal que se dio cuenta que podía ser otra cosa.

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