martes, 7 de julio de 2009

Un muchacho cada vez menos perdido

Kuro llegó a mi vida hace casi tres años a través de un cartel de “se regala gato”. Yo no sabía nada de gatos y creo que él tampoco de humanos desvalidos. Era siamés, grande, hablador sin descanso y muy adicto a la comida puesta por mi mano.
Tenía dos años adivinados por la veterinaria y una historia de abandonos, miedos y viajes sin rumbo que nunca me podrá contar, pero que sí puedo adivinar en sus gestos. Soy su quinto compañero conocido: cinco hogares, cinco viajes y un miedo atroz a un mundo que no comprende muy bien y que hasta ahora le ha dado promesas bienintencionadas y no cumplidas.
Podría contar mil anécdotas de desencuentros, afectos y horas compartidas, aptas solo para gatófilos sin escrúpulos, pero quizá la que explica quién es Kuro son esas conversaciones que tenemos cuando viene mi amiga Chus y él se aproxima miedoso, me mira y me maúlla diciendo algo así como “querría acercarme, sé que es buena y tú también, pero no puedo. Tengo miedo a pesar de que estés tú y me puedas salvar”. Da algunas vueltas, me dedica sus caricias primeras y algunos cabezazos de complicidad y mira a mi acompañante. Cuando todo parece ir bien, cuando la distancia con ella ya es nada, un resorte le hace saltar y se aleja. Me mira y sigue diciendo: “la próxima vez lo intentaré y espero conseguirlo”. Mis palabras de confianza y cariño le alivian, pero no son suficientes.
Los tópicos gatunos de independencia, altivez, desprecio, arrogancia, han quedado superados. Me quedo con sus mañanas de fin de semana cuando sube a mi cama y como un amante delicado me lame la nariz y con su pata me acaricia la cara, la calva y tumba su cabeza en la almohada frente a la mía sin maullidos, solo con los ojos del que sabe que ahora sí puede confiar.

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