jueves, 20 de junio de 2024

Celia (homenaje III) esbozo

Defensora apasionada de la sanidad y la escuela públicas, me evitaste las tentaciones del elitismo vacuo y de la moral torcida.

(...)


Y ahora quiero despedirme de ti con esta precioso poema del adiós del epicúreo Adriano, como último homenaje a lo que gracias a ti he podido ser:

Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos...
Querida mamá, todos los besos son para ti.

 

lunes, 17 de junio de 2024

Celia (homenaje II )

Tuve suerte de crecer entre mujeres. Mi padre me decía de niño que siempre estaba en las faldas de mi madre. Y recuerdo con orgullo ese rellano de mi madre, Pilar, su amiga del alma, y Elisa, buena y acogedora. Allí se hablaba siempre de las cosas importantes, que es el compartir sin competir. Aprendí sin saberlo que los eternos masculinos no merecen la pena. Luego estuvo Emiliana, otra imprescindible en la vida de mi madre, que te daba aquel cariño desbordado y gritón y que en un rapto un día dejó de hacer café para siempre. Y la tía Isabela, maga de niñxs, que te hechizaba con su sonrisa. Con ella no cabía la brusquedad. Y Aurora, que fue siempre su referente.

 Creo que estaba con mi madre porque así se podía estar con las mujeres, donde todo era más fácil, más amable, donde la tortilla de patata era lo crucial y no ganar un partido de fútbol. Me desesperaba que las mujeres se retiraran a recoger y fregar después de la comida. Las sobremesas se tornaban aburridas. Todavía sigo sin recoger ni fregar después de mis comidas como acto de protesta íntimo.

Mi madre me enseñó la palabra, las ideas y la libertad. Y aquí sigo repartiendo sermones en un continuo maternal que me apasiona. Siempre decía con orgullo que le gustaba mucho leer. Siempre pensé que como tantas otras no nació en la época adecuada. La imagino de abogada, política, periodista o ardua polemista, platónica sin saberlo, con su castellanismo militante de pocas concesiones.

Fui muy feliz con ella, hablando, criticando, discutiendo como fieras si hacía falta. Hasta intercambiamos nuestros votos sin darnos cuenta de que quizá solo lo hicimos por amor, aunque lo revistiéramos de razón. Porque eso era ella, la reina de la razón.

Te eché de menos hace mucho, pero me has vuelto a regalar compartir la dureza del tránsito, cogidos de la mano e intentando abrir puertas que tú no podías y yo no debía. Me has hablado de gente de Rojas,  Bureba, Briviesca, Burgos, que repetías en bucle. Y he aprendido de nuevo a esperar gracias a ti, porque cada uno tiene sus ritmos. Fue divertido que me confundieras con el zapatero, que luego me enteré de que era un golfo pero buena persona, y crucial que me dijeras que los labios pintados me sentarían muy bien. Me has regalado compartir tus miedos y tu soledad.

Animula, vagula, blandula, todos los besos son para ti.

viernes, 5 de enero de 2024

Perditum ducas V. Paseo por las Delicias

 Nunca he sido bueno para recordar nombres o situaciones, sí para las sensaciones y los afectos. Ayer no me acordaba, hoy es Brenda. No supe dar el abrazo pero sí recibirlo. Fue reencontrarse no con la Lesbia a la que amaste sino con la persona que te dio la identidad. Caminar entre cachorros tiene el peligro de no situarse en el presente sino en su futuro, perder tu vida por vivir la de ellos. No sé si me resuenan las palabras de Carmen a aquella desastrosa carta, de mereció la pena. Me resisto a considerar perdido lo que ves que se perdió. Decirle a otra cachorra, ahora ya compañera, que disfrutara de los primeros años, que son los mejores, sí fue esa declaración. Hubiera querido un qué te ocurre, dónde estás, cómo te va, pero la juventud solo se quiere a sí misma, tiene una alta incapacidad para el otro, anuncio de esclerosis emocional. Sentí esa punzada de tiempo vivido, tiempo pasado. Solo el perro cachorro parecía entenderme. Me mordía y me retaba a jugar, a ser para él sin más distorsiones que un presente continuo. Lo calmaban cuando yo solo quería estar con él, dejar las palabras y los encuentros que atan, y pasar a la acción. Se quedó quieto, sentado sobre sus patas traseras, mirando a la jefa de la manada. Al separarnos, siguieron hablando de sus problemas de conducta. 

domingo, 31 de diciembre de 2023

Perditum ducas IIII. El patio de luces

 El patio de luces necesitaba ser siempre explicado. No era un patio interior ni una terraza comunal, era el vacío con luz. Allí caían las pinzas, las ropas arrastradas por el viento y pocas veces una maceta. Establecía la separación entre la aspiración a centro de los de enfrente y los que sabíamos que éramos barrio. Las casas eran idénticas, el precio superior. Yo vivía en una calle, ellos en una avenida. Ellos soportaban tráfico intenso y ruido, yo la acequia y el silencio. En ese lado había una pastelería cara de domingo, en este una iglesia interior. Cuando les preguntaban dónde vivían, nunca mencionaban el barrio. Les construyeron moles de pisos caros antes de la invasión de los centros históricos de la ciudades. Desde entonces no hubo marcha atrás. Se constituyeron en sector o en parque público privatizado donde todavía miran mal al que huele a barrio. Mis enfrentes quedaron rodeados de casas que duplicaban o triplicaban su valor, pero nunca se unieron al barrio, quedaron como especie única que mira entre visillos. En ese lado del patio de luces suelen tener verjas. En este lado no ponemos alarmas ni pensamos que nadie entrará en nuestra cama sin pedirlo educadamente tras desnudarse. En este lado del patio de luces abrimos las ventanas con determinación, no tenemos terrazas con grandes toldos y setos de plásticos. Una vez les compré sombrillas a mis pequeños árboles para cuidarles de los líquidos de los aires acondicionados. Me enorgullecí de mi extravagancia japonesa. Los árboles preferían un poco de corrosión a la falta de luz en el patio de luces.

sábado, 30 de diciembre de 2023

Perditum ducas III. LLegar allí

 Llegar allí era el premio a la excelencia. Luego sabes  que el viejo monstruo aristocrático era solo uno más de la fantasía del común. El elitismo es la máquina forjada para destruir las emociones distintas. A los que sitúan en la cúspide los convierten en arietes destructivos de la rebelión. Allí pertenecía al grupo de los elegidos. A los elegidos siempre los designan otros. Allí ocultaba lo de siempre. No necesitaba ser fuerte. Respondía de manera natural a lo que se me pedía, con un ligero cuestionamiento impertinente. Allí situaban en la cúspide al magnífico repetidor de bagatelas. Te auguraban el futuro brillante solo por pertenecer al nombre. Recuerdo con devoción a los que se salían a los márgenes, aquel que me enseñó a mirar cómo se movían las aguas en los círculos concéntricos, a Carmen, que nos hablaba de las ballenas, de su novela del oeste, y de los premios Planeta amañados, al sabio que me inoculó la pasión por un helenismo que no era el mío. Allí aprendí también la bondad de aquel profesor de literatura que no cumplía los estándares del macho funcional, que manejaba la ternura, la sonrisa y la blandura. Ellos me hicieron, quizá sin saberlo, el mejor regalo para el adolescente atormentado, decirme sin pompa que tenía algo que decir. Entonces lo tomé como el premio con orla que dan al niño complaciente. Ahora, que he vuelto allí, es quizá lo que me impide caer definitivamente. 

jueves, 28 de diciembre de 2023

Perditum ducas II. Aprendiendo el heteropatriarcado

 Estaba sentado en la misma cocina en la que ahora fumo y escribo. Tendría tres o cuatro años, así lo dicta la reconstrucción de la memoria. Mi padre se iba a trabajar fuera, a construir apartamentos para nuevos ricos en el Pirineo catalán. Me preguntó qué quería que me trajera a su vuelta y contesté muy sonriente una muñeca. Todavía recuerdo el silencio. No hubo reproches. Solo se dio medio vuelta y me dejó con la ilusión. Nunca hubo muñecas, ni fuertes de indios desnudos ni una conversación. Supe después, siempre después, entre reproches y a escondidas, que yo era un niño muy sensible, al que le gustaba hablar, nada jugar y que tenía mucho reprix. 

Las cosas de hombres me daban pereza y muchas veces miedo. Me angustiaba la sagrada mili, la demostración más cruel de hombría, con sus novatadas y su orgullo patrio. Pasé años con sueños de barracones plagados de machos sin erotismo, dispuestos a hacérmelo pasar mal por ser muy sensible. 

Encontraba paz con mis vecinos, una madre muy inteligente, un padre que rezumaba sonrisas y un hijo mayor al que le gustaba hablar conmigo. Mostraba siempre curiosidad ante mis palabras. Luego supe o me confesó que le había salvado aquellos años, que recordaba como una excepción aquella relación. Se casó después con una mujer que le exigía lo que no era. La última vez parecía derrotado, o quizá creí que su renuncia a la libertad era una derrota. Ahora ya no lo sé. 

Nunca entendí la afición masculina por la peleas, máxime cuando no había torsos depilados y musculados que acabaran en sexo. La cultura, no del ganar, sino de acabar con el otro, me sumía en tal tensión, que prefería siempre la retirada. Dos veces me retaron, una un loco que decía que me había visto fumar. No acudí y estuve mucho tiempo temeroso por encontrármelo y por la cobardía. Otra, para pertenecer al club de machos preadolescentes. Fui expulsado por delito de cobardía. Lo pagué durante años consciente de mi incapacidad para ceder y ajustarme a esa sociedad salvaje. Mi solución era la ficción de la soledad deseada. 

Nunca tuve un amigo imaginario, solo una hermana deseada, a quien poder contarle mis deseos de hombres desnudos, con quien poder hablar hasta enfermar y reír, reír por cosas que no implicaran dureza, competición, renuncias. 

La casa familiar se me antoja ya mía, después de destruir, reconstruir y perderme en mil intentos. Atisbo la gran renuncia, aunque el niño corajudo se resiste con razón a tal despropósito. Los superhéroes me consuelan, porque comparto con ellos su soledad esquivada y su desmesura. Hace poco me obligaron a destruir el jardín de infancia que siempre soñé. En el fondo fue una liberación. Solía memorizar de pequeño los momentos muy felices, como testigos de que eso era posible. Perdí la cuenta hace tiempo. Solo recuerdo que decidí que mi infancia había sido feliz hasta los cuatro años por el deseo de una muñeca.

lunes, 25 de diciembre de 2023

Perditum ducas I. Entre goteras

 Nací en un colegio entre goteras. Era nacional, público en el fascismo, colegio de barrio para no pagar. El mayor se llevó todas las atenciones monetarias educativas y la madre decidió que lo público era lo mejor. Esa decisión, alejada de toda ideología que no fuera claudicar, me salvó la vida. Me alejó para siempre de los mandatos de clase, esa clase media aspiracional que guarda los yermos del señor con la esperanza de una gorra en la vida eterna. 

Mis compañeros eran hijos de obreros. Alguno llevaba el camión del danone, otros aspiraban a ser taxista alquilado como su padre. No recuerdo por qué estaba sentado en la última fila. Las goteras y los estudios, seguir la senda, siempre se me dieron bien. Llegaron dos gitanos, no recuerdo sus nombres. Los sentaron junto a mí. Uno era alto y narigudo, el otro pequeño y guapo. Uno hablaba mucho y siempre tenía mocos que me fascinaban. El otro hablaba poco por desconfiado, o porque no tenía nada que decir. 

De los gitanos se decía lo de siempre, que eran vagos, que no se integraban y que eran maestros en ayudas y engaños. El burro siempre estaba presente y todos querían olvidar el suyo del pueblo y su huida del hambre. Gracias a ellos aprendí de Tarantos y Montoyas y vi la película con Carmen Amaya, esa señora de daba vueltas retorcidas y que me fascinaba por lo deprisa que se movía. Al día siguiente hablamos de ella y el sabio alto me explicó de qué familia era partidario y por qué. A los pocos días me cambiaron a primera fila. Algunos me preguntaron si había tenido miedo. Imagino que defendí su causa sin éxito y que me hice por un momento Taranto o Montoya. A los pocos meses se marcharon. Casi no hablábamos. 

Con el otoño empezaban las goteras. Alguna clase se cerraba y la directora, alta, enjoyada y amable nos informaba de algo. Aparecía en clase y todos nos levantábamos. Ella hacía siempre un gesto condescendiente con su mano cargada de anillos y nos sentábamos. Me fascinaban su arreglo y sus arrugas y aquel pelo alto y cardado de bucle gordo. Algunos decían que había sido amante de don Jesús, que vivía en las Delicias y nos dirigía todos los años en con flores a María. 

Fue más tarde cuando quise ser profesor por amor. Entonces solo sacaba buenas notas, incluso en educación física, que no hacíamos. Recuerdo con agobio cuando me preguntaron qué quería ser de mayor. Quería tener siempre respuestas y me decidí por arquitecto. A la familia le sentó bien. El mayor, psicópata adulador, me designaba  Gaudí y yo decía complaciente que diseñaría las casas que mi padre construiría. Prestigio, postín y poder, otra saga familiar surgida de la nada. 

Me hacían sentir que era diferente, que me querían solo por ser de la familia. Su ocupación y la preocupación no iban dirigidas a mí. La apuesta no deseada por la soledad empezó ahí, en el cálido hogar donde a cada uno le daban lo que necesitaba. Me hicieron entender que yo no necesitaba nada.

Después de los gitanos llegó Co, mi primer amor sexual. Era alto, fibrado, con una sonrisa franca y seductora, desvergonzado y nada preocupado por los estudios. Nunca se rio de mí, incluso intentó enseñarme a ligar. Me trataba como lo hacen los heteros cuando saben que no hay peligro, calmado, amable, casi tierno siempre que todo fuera a dos. Nos reíamos. Decían que follaba en los campos. Allí nunca me llevó. A los pocos meses se marchó. Siempre quise ser Co.