domingo, 17 de mayo de 2009

Fútbol y nación


Fue divertida la explosión nacionalista en esta última copa del rey: antimonárquicos, antiespañoles y sonoras pitadas ante veintidós cuerpos gloriosos. Dejando al margen cuestiones menores como el respeto (como rey, Juan Carlos no me merece ninguno, como persona me resulta simpático) y la conveniencia (prefiero el himno soviético y la bandera de Brasil, me son más estéticas), imaginaba a furibundos nacionalistas españoles, vascos y catalanes luchando por destrozar sus himnos, banderas y sus testoterónicas gargantas.
Hice una pequeña encuesta sobre si el himno pagaba pensiones y para mi sorpresa las respuestas eran caras descompuestas con referencias mesetarias. Solo puedo imaginar mi nación favorita llena de futbolistas sin camiseta a mis pies deseando orgías sexuales sin límite.
Odio las naciones, señoras a las que no me han presentado, presididas por señores que me dicen lo que debo sentir si no quiero ser malo. Adoro las leyes que convierten un terreno en hogar de ciudadanos con derechos. Quiero discutir sobre si debo trabajar sesenta o veinticinco horas, si los señores con sotana son mejores que yo o si el bárbaro del Vaticano merece ser persona non grata en cualquier país civilizado.
Adoro los cuerpos contundentes de los vascos, los culos duros de los catalanes, los paquetes rebosantes de los españoles, los torsos fibrados italianos, los músculos alemanes, los pectorales sensuales cubanos y los biceps de un moreno brasileño. Follaría con ellos a cualquier hora, me sumiría en largos efluvios con rabos y vodka y solo pediría un traductor para que nos viera gozar.
Mi imaginario nacionalista se reduce a una manifestación de hombres perfectos ataviados solo con banderas blancas que marquen sus atributos.
¡Qué oportunidad perdida para reírse de ikurriñas, senyeras, senyales reales y rojigualdas ridículas! Cuando un joven potente penetre mi virilidad orgullosa, me acordaré de vosotros y gritaré en el orgasmo salvaje: ¡viva tu polla dura!

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