sábado, 1 de agosto de 2009

La puerta en el suelo

Hubiera necesitado un adulto conquistador en mi adolescencia. Alguien que me enseñara a amar, a sentir placer, a no tener miedo de mí mismo. Me encontré con otro ser perdido, torturado hasta la demencia que amargó mis ilusiones. Hizo que nuestra historia de amor secreta tuviera todos los percances del amor adulto: la negación, la soledad y el peso de una sociedad humillante. Sexo del malo, intenso, precipitado, muy torpe y demasiado culpable.
Hubiera necesitado ser el objeto de deseo único, que vivieran en mí de nuevo la juventud. Hubiera oído que el placer es algo más que dos miembros enhiestos, que tras el orgasmo se puede sonreír, que no es un juego de poder el amor. Quizá me hubiera enseñado a quererme, a vivir la libertad como un privilegio, a que la alegría puede desgastarse y que el tiempo solo se detiene al decidir y actuar.
Ahora quizá busco esos jóvenes cuerpos que se perdieron en mí. No sé si quiero enseñar a nadie a vivir en el placer, no sé si quiero ser el único en un amor terminal, sentir lo que ya no me pertenece. Busco momentos sensuales, puros, sin ataduras.
No me duelen los rechazos, sí la falta de futuro, el desprecio de los cuerpos, la insconsciencia del juego. Preferiría perderme solo en océanos de tiempo y dirigir mi boca hacia el silencio.

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