lunes, 5 de abril de 2010

Luciérnagas en el jardín (p)

Al final quedan los objetos como elemento de identidad, como tabla de salvación y de distancia. No se olvidan los gestos de desprecio, la falta de cariño, la sensación de que nunca podrás ser como el padre quería que fueras. Veía la película y recordaba esos tránsitos de conciencia, ese periodo donde intuyes que solo eres querido como producto de una eyaculación, no como persona. Durante mucho tiempo concebí la infancia como periodo especial, mágico, feliz. En verdad lo fue, pero duró tan poco, cuatro, a lo sumo cinco años.
Después vino la consciencia que ahora sé certera, la censura hacia la mostración del cariño, la falta de entendimiento hacia la sensibilidad. Percibí que sus intereses y afectos eran otros y que mi mundo era de verdad excluyente y antagónico. Sufrí en la niñez por sentirme diferente ante el padre, porque mi sitio no pasaba de jarrón decorativo. Fui conquistando deseos propios y me faltó el empuje para actuaciones de libertad.
Adquirí el derecho a la palabra pero me negué el del acto. Podía haber sido muy feliz, pero no me dejaron. No entendía por qué tocar era malo, por qué había que jugar a no decir los sentimientos. Discutía solo en mi interior sobre la hipocresía, sobre la fatuidad, sobre la aparicencia. No entendía la necesidad de hacer daño, la obligación de marcar las vidas de los demás.
Recuerdo el coro de miradas en la cocina infantil ante la afirmación de la madre en tono de reproche "a ti todo te parece bien". Y era verdad que no todo estaba bien. Y era demasiado verdad que sus valores tampoco lo estaban.
Se mezclaban el orgullo, la tristeza, la convicción con la eterna soledad. Quizá ahí empieza todo, cuando descubres que solo puedes tocar tus objetos porque solo eso es tuyo.

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