sábado, 9 de agosto de 2008

Carpe diem

Un sabio profesor dijo que Horacio era para mayores de cuarenta. Tenía yo 35 e intuía lo que quería decir. Nos hablaba de su complejidad bajo el velo clásico de la sencillez. Ahora a los cuarenta empiezo a entender, sobre todo el engaño de la inmediatez si no es administrada por la medida, la clave de todo. Medida hasta en la desmesura, dejarse llevar por todos los infiernos y por todos los extremos placenteros para volver luego al modus.
El ahora encierra un juego mortal. Cuando el futuro no existe (y no hablo del religioso), cada acto del presente se convierte en definitivo, único, agónico en sentido clásico. Te enfrentas cada día a la muerte, a la desaparición aunque sea momentánea. Y cuando pierdes la batalla, cuando pierdes el día, solo queda la mentira, la frustración.
Quizá por eso triunfan todas las religiones que anuncian un más allá. Tranquilizan el presente y convierten los actos únicos en cotidianos (quotidie perimus). La trampa del más allá se desvanece con la muerte y agarramos la ilusión adolescente de la inmortalidad con mente de adulto ("el que ya ha enfermado").
Desconocer que no tenemos nada más allá de nuestro cuerpo es la última broma de nuestro ser cultural. Religiones que atan y engañan, mienten y torturan. El futuro no existe y el presente es demasiado débil. Solo queda la amnesia, la amnistía de quiénes somos y queremos ser.

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