lunes, 4 de agosto de 2008

Lunes 4 de agosto (inicio nada brillante)

Anoche pensaba (es lo que tienen los porros mezclados con una mente que se va) si la vida en la vejez tenía algún sentido, más allá del biológico de seguir viviendo. No tenía miedo a la muerte, ni al más allá (el más acá es más peligroso) sino a no poder disfrutar de lo que ahora me proporciona placer infinito: el sexo, los cuerpos, las drogas. Pensaba que la jubilación es como un largo periodo vacacional con la suerte o desgracia de que no existe septiembre (nunca me gustó la palabra setiembre) y que ahí sí no caben vacilaciones, no caben excusas ni viajes programados todos los días. Ahí estás solo ante todo lo que te resta por vivir. Angustiado porque tendré que llenar mi tiempo probablemente sin drogas, excesos y sexo placentero (el que se hace con veinteañeros, que es el que me gusta), decidí empezar a poner en práctica lo que aquel profesor de griego técnicamente magistral me enseñó: tener aficiones.

Entonces no lo entendía muy bien (como casi todo por mucho que lo disimulara perfectamente): entre estudiar, leer, enamorarme (siempre del equivocado), tener sexo torpe con mi novio tarado, amar la sabiduría, las artes, ser buen hijo y lucir siempre una gran sonrisa encantadora no tenía tiempo para más. Añadir a eso una afición (pensaba en esas aficiones marcianas de pintar soldaditos, hacer maquetas para las que mis manos no están preparadas), no le encontraba la gracia pero lo anoté en mi inconsciente más que consciente.

Por eso decidí abrir un blog. Está de moda (siempre me ha gustado estar con los movimientos mayoritarios aunque prefiera las minorías, suelen ser más juiciosas), llena el tiempo, das rienda suelta a las inquietudes literarias (qué tiempos aquellos ilusos de premios nobel entre sueños) y además es breve.

Pensaba también en esa noche mágica qué pocas veces he podido hablar con gente mayor de lo que verdaderamente importa. Detesto las batallitas de los abuelos (quizá porque nunca las escuché de los míos: a uno no lo conocí y al otro casi tampoco). También ese afán masculino de hablar solo de lo que pasa y pocas veces de lo que se siente con sinceridad ha impedido acercarme a la literatura oral sapiencial. Yo también he tenido mi parte de culpa en todo esto. Me ha importado siempre mucho saber cosas, cuantas más mejor, de todo (así ando por otro lado, saturado hace quizá demasiado tiempo de conocimientos académicos), menos quizá de vida. No me gustaba preguntar, por ese prurito estúpido de jovenzano sabiondo, sobre la vida que viene después, sobre lo que a alguien que merece la pena le pasó o sintió, sobre lo que suponen los cuarenta, los cincuenta, setenta o noventa.

A los cuarenta ya he llegado prácticamente a trompicones, felizmente instalado y sin esa sensación estúpida de que mis tiempos hayan pasado. Nunca hablo de mis tiempos, detesto esa expresión para referirme al pasado. Es como si el presente estuviera ya de más y no me perteneciera y que el mundo solo fuera de otros (el mundo claro siempre ha sido de otros). Lo que me preocupa es la visión del futuro. Pasé por todas las crisis, la de los 19, 22, 25, 26, 30, 33 y me planté en los 35. Y siempre sentía lo mismo: el cuerpo, la belleza se escapan. Viene lo otro, decían, mucho más importante: la sabiduría, la experiencia, uf, los topoi más o menos sacrílegos…

Pero eso, todo eso, ¡qué más da cuando se quiere otra cosa…!

P.D.: en aras de manejar mejor mi sexualidad, he decidido no masturbarme todos los días.

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