jueves, 30 de abril de 2009

¿Colegas?, no. Realidades deshumanizadas (p)

Han sido días de claustro, reuniones con compañeros, conversaciones de café sobre las clases y cigarrillos rápidos en los recreos escolares. Cada vez me siento más distante de ellos, los profesores, y cada vez disfruto más de enseñar. Lo misterioso es que esto último casi lo tengo que ocultar. Rara vez veo una sonrisa cuando digo que mi trabajo me llena, me fascina, me emociona. Suelo sentir el recelo, casi la sospecha y muchas veces el extraño masoquismo del que espera que las cosas vayan tan mal como le cuentan.
Hoy han tocado lloros de felicidad en el bus laboral. Una hora para dormir, pero los humos de ayer han dejado mi cabeza y mi piel en ebullición. Pensaba en cómo mis compañeros me miraron con cara de loco cuando me alegré de ser tutor de un grupo de cachorros de catorce años, cuando conté que hacía tiempo que me apetecía mucho tener una tutoría. Cada vez me miran menos, cada vez menos cuento mis alegrías del trabajo.
Recuerdo mi primera reunión con los profesores del grupo al poco de empezar las clases. Dirigía la sesión y eso me hacía feliz. Llevaba mis notas, mis ideas, las cien recomendaciones para intentar salvar a unos cachorros a priori complicados y con el estigma y la realidad de su "maldad". Me encontré con un coro de plañideras que en el fondo solo intentaba justificar sus miserias. Me sentí culpable por hablar bien de mis alumnos, por parecer prepotente cuando lo único que quería decir era que esos chicos, casi diablos o desechos para ellos, eran amables y cariñosos conmigo. Y que si conmigo lo eran podían serlo con cualquiera.
Los mezquinos fueron ellos. Vuelvo a recordar los regalos que me hicieron casi cada día. Aprendimos sobre todo a querernos y a decirlo casi sin pudor. Construimos una burbuja de bienestar. Me enseñaron con sus dramas reales que el único camino posible es la comprensión, que lo único verdaderamente humano y diferencial con los animales es que el se equivoca, incluso el que daña, puede volver a empezar sin ser devorado por el león. Creo que fue su gran lección.
Me hacían sentirme importante, querido, deseado. Abrieron sus corazones, quizá como nunca o como siempre hacen. Recuerdo a Rubén, mi niño guapo, que quería ser deseado sexualmente y al que todos veíamos como a un bebé. Quería tener una familia como todo el mundo, pobre. ¡Qué tópico, tierno y cruel! Vivía con una monja desde que lo abandonaron sus padres. Tuvo suerte de ser querido siempre. Ya no quería ver a su padre. Y con su madre, a la que no veía hacía mucho tiempo, a veces se deseperaba. Me planteé adoptarlo.
Manuel, cuyo padre maltrató físicamente a su madre y que me confesó que tenía miedo de ser como su padre. Me pidió ir al psicólogo. Tuvo éxito mi campaña pro-psicólogo, cuando tengo cierto recelo hacia ellos. Protestaba si sonaba el timbre de fin de clase y estaba hablando con él de la importancia de decir te quiero, o si directamente le estaba echando casi un sermón moral.
Natalia, sexo salvaje contenido, que quería poemas de amor sencillos, donde se dijera lo que se siente de forma normal. No estudiaba nada y entendía muy poco, pero siempre quería oír poemas de amor. No entendía por qué las cosas no eran sencillas, por qué su ex y ella no estaban juntos, por qué el amor es siempre algo más que amor. No quería contradicciones. Creo que me trataba como a un hermano mayor que da prestigio.
Cristina, con trastornos emocionales importantes y que me aprisionaba con sus tetas. Me repetía que le hacía mucha ilusión abrazar con emoción a un profesor. Parece que las drogas de sus padres no afectaron al feto. Estaba adoptada y había descubierto el sexo y el placer perverso de decir que no quería a su madre adoptiva. Fumaba porros a veces y tenía una risa maravillosa. A veces la provocaba un poco para que riera. También pidió psicólogo.
Mis negras, contundentes, maravillosas, tímidas, con unos pechos pidiendo sexo. Soportaban insultos racistas y xenófobos, peleas por existir. Se defendieron como Amazonas. Después de ellas empecé a creer un poco en la violencia. Habían tenido que cambiar ya de centro por esos ataques. Habían adoptado a una chica de su edad a la que habían encontrado en la calle. Tenían el lastre de una educación machista. Una de ellas, nuestro travelo contudente, no quería creer que yo fuera gay. Ella no me aplastaba las tetas como Cristina, las exhibía.
Casi todos tenían su pequeño o gran drama y, sobre todo se estaban construyendo. Javi, al que no le gustaba que le dijeran maricón. Era gay, claro que lo sabía, y con un futuro incierto. Lorena, que no se soportaba ni a sí misma. Alejandro, un potencial gay, que estaba a punto de ser devorado por su estúpida madre y por sí mismo.
Anaís, de padre maltratador y madre desbordada por la vida. No soportaba a la nueva esposa de su padre. A ella le dije que la familia no era tan importante, ni a veces buena. Quería locamente a un macarrilla que pasaba de ella. Hacía un poco el ridículo. Espero que no acabe casada y con hijos.
Cuando acabó ese curso glorioso, solo me sentí defraudado por una cosa, porque no había conseguido que fueran unos alumnos tan maravillosos con los demás como conmigo.
No se equivocaron. Hicieron bien. Fue su último regalo. A mí me quisieron y a ellos no.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Rubén, Alejandro, Lorena, Manuel, las negras, Cristina, Javi y muchos más, siguen haciéndote regalos sin que tú lo sepas: PREGUNTAN POR TÍ, y por ellos no, je, je!! ¿Cuándo vuelves?
1be mu gordo
L7

Ocala dijo...

Y yo con muchas ganas de verlos. Dales besos recuerdos y achuchones. Lo de volver veremos en agosto, aunque el proceso empezará en junio. Besazos