lunes, 19 de octubre de 2009

Ángeles de la guarda

Siempre he tenido la sensación de que las cosas siempre acababan bien. Los momentos angustiosos, las situaciones complicadas al final se solucionaban por alguien o algo: un recurso ajeno, una medicina salvadora, un médico bálsamo o un amigo nuevo.
Así eran las noches de la angustiosa adolescencia, deseando que alguien me curara de la soledad, del sexo, de la familia opresiva, de mis proyectos siempre interiores, buscando siempre a tientas la desmesura con cara de niño bueno y razonable. Me preguntaba por qué no tenía acceso a la vida del adulto cuando los presuntos se deshacían en tópicos de vulgaridad, hipocresía e indecisión.
Me sumí en sus monstruos aunque conservé la dignidad del que se autoflagela. Y esperé. Esperé que la vida me cambiara y perdí. Me anestesié de vida placentera, de sonrisas que me trataban como a un igual.
Solo ahora sé que malgasté todos los tributos, que la soledad y la actuación son los únicos logros de la libertad y que los ángeles de verdad solo son mensajeros de uno mismo.

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