domingo, 18 de octubre de 2009

Introducción (I)

-¿Te hace quedar? - Sí, claro, para eso te he llamado. - Ok. Pues aquí te espero. Luego vino el ritual, el porro, la ducha, todo en un cuarto de hora. Sexo rápido, intenso, vacío y placentero. Esa vez no hubo juegos circenses ni de rol: abrir la puerta y en el pasillo empezar a palpar la carne del otro; después el dormitorio. Tenía 18 (siempre tenía 18 desde hacía dos años), yo 39 (35 según los usos del sexo fácil). No había palabras, solo las justas del juego de la dominación. Fue sexo del bueno, solo de dos aunque él siempre quería tres. El final, como siempre, los dos en el baño sin dirigirnos la mirada y sin hablar: - ahí están las toallitas. Luego mi ducha; él vistiéndose y mi gato acercándose en busca de nuevo dueño. Un adiós sin expectativas y mi maleta sin hacer.

Salía para Amsterdam al día siguiente, veinte años después de lo recomendable y sin ganas para un viaje planificado entre la lujuria y el desasosiego. Había pasado año y medio desde la ruptura y cada paso seguía siendo una conquista en la distancia: no pensar en él cada día, no pasar por su calle, no ligar con gente que le gustaría, no dar una clase en su honor y, sobre todo, dejar de sentir las punzadas matutinas de su adiós.
Era el segundo verano sin él. El primero transcurrió entre sollozos diarios, una extrema delgadez y una piscina rutinaria. El final del día consistía en echarlo de menos una vez más, varios porros y algo de sexo, pagando, gratis, manual, algo que compensara de la soledad. Este verano debía ser el de la emancipación, el de disfrutar como antaño de la desmesura, pero sobre todo el de eliminar el cansancio de vivir.
Era muy estúpido querer derrotar a un fantasma, cuando además al fantasma le importaba poco tu vida. Esperaba que aquel viaje fuera el primer acto de la nueva vida, esa que te espera cuando ya no queda nadie, ni siquiera tú mismo, a quien dar compasión y el futuro es cualquier cosa menos deseable.

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