martes, 13 de octubre de 2009

Fuente de los calderos

La fuente marca la frontera del barrio. Más allá un poco más de diversidad, de libertad, de gentes sin mirada hirsuta. Hace cuarenta años era peor. El barrio era el primer aprendizaje del nacionalismo, de querer sin razones, de exhibir orgulloso las miserias. Todo era más sencillo quizá, pero más claustrofóbico, uniformizante, despiadado. Los demás barrios eran inferiores, dignos y sospechosos de castigo y el centro era siempre un recelo, una construcción artificial que poco tenía que ver con las esencias.
Siempre preferí el centro de las ciudades, más estético, anónimo, con voluntad de agradar aunque fuera equivocado. Allí se respiraba más diferencia, más libertad, miradas de altura aunque muchas veces fueran rastreras.
Hoy no respiro los pálpitos del barrio. Mi voluntad de apátrida, cosmopolita reconvertido, me aleja de los que solo quieren ser, sin saber para qué, ni cómo ni adónde. Procuro no visitar las bares donde se me invita a gritar diferente, a sentirme solidario con gentes que despreciarían todo lo que soy.
Puedo ahora exhibir ocultando, manejar mi realidad a mi antojo y despreciar con una sonrisa todo lo que me recuerda cómo hay que ser, pensar, sentir. Juego con ventaja al parecer de ellos, al reír a veces con ellos, pero me son ajenos. Siguen siendo el cuadro que conduce a la misantropía, al aburrimiento, al descenso anestésico a la animalidad.

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